Para mí, él no era más que el hombre de La casa de los gatos.
Estábamos de viaje familiar. Uno especial. Mis padres celebraban una década de casados. Yo era un niño moreno de nueve años y mi hermana una petarda de cinco cuando mis padres nos llevaron al «lugar más feliz de la tierra».
Tras aquellos días en Disney World, mis padres desarrollaron una importante resaca de canciones infantiles, mundos multicolores y ratones que hablaban. Requerían una visita madura, una visita adulta y seria. Y nada más serio que aquella casa. Tenía dos plantas y forma de cubo perfecto. Sus paredes eran blancas, sus altas ventanas de madera se abrían a ambos lados en hojas amarillas, y le rodeaba un jardín interminable.
Yo no sabía quién era ese hombre de barba blanca que, decían, había vivido allí. Ni por qué era importante. Mi padre debió contarme en algún momento que era un escritor famoso. Aquello no me impresionó. Era normal. No era comparable a montarse en Piratas del Caribe o a conseguir el autógrafo del pato Donald.
Ignorando cuantas explicaciones me daban, mi vista se fijó entonces en una figura que paseaba elegante junto a aquel rebaño de turistas de Key West, Florida. Era un gato. Junto a él había otro gato. Y más allá, toda una familia de gatos. La casa estaba llena de gatos. La casa estaba infectada de gatos. Gatos por todas partes. Jamás había visto tantos gatos. Y lo más extraño era que los guías los trataban como si fueran los legítimos herederos de la casa de Ernest Hemingway.
Muchos años después, recordé aquella visita. Los profesores de la facultad de periodismo no dejaban de señalar a aquel escritor y periodista como «el gran revolucionario de las letras». Yo nunca había leído a Hemingway. Quizás era el momento. Así que compré una de sus novelas más conocidas: Fiesta.
Me pareció un coñazo insufrible.
Aquella era una historia insulsa escrita con una simpleza insultante. ¿Me habían tomado el pelo? ¿Aquel era el genio del que todos hablaban? ¿Nobel de literatura? Pero si yo escribía mejor que él.
Desde entonces cada vez que alguien mencionaba a Hemingway yo desviaba la mirada y me mordía la lengua. Nada cambió cuando, en uno de mis paseos por librerías, descubrí un libro cuya portada me llamó la atención. Allí estaba el melancólico hombre de barba blanca, el dueño de La casa de los gatos, mirándome. «Cuentos, de Ernest Hemingway». Ni siquiera abrí el libro al llegar a casa. Dejé que se pudriera en una estantería durante años hasta que un día de verano sin nada que hacer me atreví con la primera historia: La breve vida feliz de Francis Macomber.
Una hora después sufrí el mayor bofetón literario de mi vida.
No fue la historia lo que me golpeó. Ni siquiera el brillante final, un final abierto que ha dado lugar a intensos debates. No era la historia. ¿Un rico americano de safari por África? Difícil sorprender con una trama así a no ser que un platillo volante aterrice en medio de la sabana y despachurre a una manada de ñus.
No era el contenido.
Era la forma. Nunca me había encontrado un texto tan compacto. No sobraba una coma. ¿Conoces esa sensación de tener que releer un par de líneas porque te has perdido en la redacción del escritor? En este relato no ocurría. La escritura era tan transparente que se podía ver a través de ella.
Era el misterio. Porque la escritura transparente de Hemingway esconde pistas. Pistas sobre el pasado de los personajes, pistas sobre el futuro, pistas sobre lo que pasa por la cabeza de los protagonistas. Pistas que Hemingway no regala. Hay que ganárselas.
Y era el ritmo. Un ritmo lento cuando los protagonistas hablan bajo los árboles africanos. Pero que acelera cuando cazadores y presa se encuentran, y los hombres sacan sus armas, y disparan, y el animal se revuelve, y los hombres disparan, y el animal cae herido de muerte, pero se levanta, y carga de nuevo, y los hombres disparan, y el animal no se detiene, y el animal clava su venganza en Francis Macomber, y Francis Macomber está paralizado, y el animal se acerca, y Francis Macomber se rinde, y Francis Macomber saborea la muerte, y la señora Macomber agarra una escopeta, y la señora Macomber dispara, y la señora Macomber
¡Bam!
Hemingway es literatura. Un genio irrepetible. Un maestro de la prosa que maneja al lector a su antojo. Yo tardé en darme cuenta. Pero desde que lo hice soy un fanboy más. Desde entonces y para siempre Hemingway será un referente. Por su pasión por la literatura. Por su obsesión por el lenguaje. Por su carisma, por su agitada vida, por su triste final.
Y por su casa. Esa casa llena de gatos que visité cuando en mi cabeza aún resonaba la voz de Mickey Mouse y su risa de ratón. Qué sería de aquel ratón si viviera en aquella casa. Pobre bastardo. Los gatos lo habrían destrozado. O se habría alcoholizado con las sobras que el escritor dejaba atrás. O le habrían ascendido a guía turístico. O quizás Hemingway haría que la señora Macomber revolara la cabeza a aquel incómodo visitante de su hogar.
Porque una cosa tengo clara, y nadie jamás me convencerá de lo contrario:
La señora Macomber ha demostrado tener una puntería infalible.
Chule Fergu