En aquellos días, yo acababa de llegar de la India, donde fui como profesora con la Fundación Vicente Ferrer. Era país de colores, de muchas sonrisas, pero donde nadie se besa, abraza o se da la mano, en cambio, saludan juntando las manos e inclinando la cabeza y diciendo «NAMASTE».
De la nada, había surgido un «bichito» poderoso, que con las gotitas de un estornudo o tos, podía contaminarnos y ponernos muy enfermos.
Durante semanas nos quedamos en casa y solo salíamos para comprar comida. Fue difícil, pero ocurrieron cosas bonitas: los papás permanecían más tiempo junto a sus hijos, y los niños aguantaron heroicamente el no poder salir. La gente fue solidaria, y sin coches el aire de las ciudades se limpió, los pájaros nos visitaron, ¡y algunos jabalíes bajaron por las calles vacías de Barcelona!
Usábamos mascarillas para protegernos, y tras ellas se escondieron nuestras sonrisas, pero aun así, ¡sonreíamos!
Queríamos salir, reencontrarnos, abrazarnos… Pero cuando finalmente logramos salir, durante meses no pudimos abrazarnos. Me acordé entonces de la India, y comencé a saludar de la misma forma.
El coronavirus también llego allí y a África, y como estos países son pobres, sufrieron mucho más por la falta de comida y de hospitales.
Tardó bastante, pero poco a poco volvimos abrazarnos. Yo muchas veces, saludo con «NAMASTE».