Una mañana, rumores cargados de miedo y desconfianza, entraron en nuestras vidas. A los niños les contaban que un «bicho» muy malo andaba suelto, haciendo daño a la gente con la que se encontraba en su viaje por el mundo, saltándose fronteras, océanos y altas montañas desde la lejana China. Los adultos fingimos tranquilidad ante la amenaza. Quisimos creer que ese virus, aunque llevase corona, no tendría el poder de poner nuestras vidas irreflexivas y rutinarias en espera, como lo hizo en cuestión de unas horas. Su fuerza letal se apoderó de nosotros y nos privó de libertad…
La soledad y el silencio llenaron las calles de las ciudades. Todo se detuvo. Nos recluimos atemorizados en nuestras casas.
Mientras tanto, en los bosques y campos, en los ríos y océanos, miles de nuevos sonidos, aromas y colores empezaron a brotar a borbotones, liberados de la mugre generada sin control por los seres humanos. El aire se purificó, la naturaleza renació con toda la vitalidad y el esplendor que antes le pisoteábamos despreocupadamente. Y de esa naturaleza carente de rencor, surgió la cura. Y aquel que pretendía matarnos murió. Y aprendimos a vivir…