Como cada vez que la veía, la abracé con fuerza, con mucha fuerza, como si fuese a escapar. Y como más de una vez, me preguntó que por qué le abrazaba con tanta fuerza, con abrazos tan largos, de esos que podrían durar horas. Y como, más de una vez, le contesté lo mismo:
«Nunca se sabe cuándo no vas a poder volver a darlos». Y como siempre que esto ocurría, mi pequeño bichito no entendía la magnitud de mis palabras, diciéndome con su lengua vivaracha que al día siguiente nos veríamos y nos volveríamos a abrazar. Pero ese día, a diferencia de las veces anteriores, se atrevió a hacerme la pregunta que más de una vez esperé que me hiciera:«Pero, abuela, ¿por qué dices esa frase?». Fue entonces cuando le conté un cuento. Un cuento en el que un virus corría por la calle y nos hizo encerrarnos en casa, sin previo aviso, sin despedidas. Donde la gente estaba separada en el espacio. Un espacio que se hacía muy grande, pero que sirvió para unir corazones, para ver lo que realmente importa. Y desde entonces, nunca dar por hecho un abrazo al día siguiente. Aprender a valorar.