Cuando en marzo del 2020 nos dijeron que mi hermano pequeño y yo no podíamos ir más al cole y mis mamás tampoco tendrían que ir a sus trabajos, al principio, salté y canté «oeoeoeoe». Me acosté tarde corriendo por casa y chinchando a mi hermano. Me desperté más tarde aún, reburujada en mis mantas calentitas. Y estaba contenta porque nos dejaban hacer y hacer libremente lo que nos daba la gana. Al principio. Luego empezaron a ponerse majaretas, que si tareas del cole, leer, arreglar el gallinero, sembrar papas, reparar, pintar, hacer ejercicio, bailar… Definitivamente las mayores no sabían dejarnos tranquilos. Así que mi hermano y yo tomamos el mando, rehicimos nuestro mural de los diez monstruos multicolores e institucionalizamos, con obligación de parada familiar: «El Brindis Chocolatero de las 19:30». Colocábamos cuatro tazas de café, colmadas de chocolate dulzón y un ramito de flores en el centro de la mesa. Un día mi hermano se confundió y colocó una taza de más y, en cuanto serví el chocolate, un gracioso monstruo colorido se acomodó a nuestro lado. Su silueta quedó blanca en la pared del mural. Al siguiente día, en lugar de cuatro, pusimos catorce tazas para el brindis.
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