Esperanza me tira de la manga.
–¿Por qué lloras, pequeña?
–Porque quiero abrazarlo –me contesta, señalando la fotografía de su padre, con la bata blanca, sonriendo con mi nieta en brazos, en el parque cerca del hospital donde ahora mismo está haciendo una maratoniana guardia.
Oigo los aplausos de la tele y me traen recuerdos lejanos y amargos de aquellos duros días en los que luchamos contra un enemigo invisible que nos confinó a todos. Pero lo derrotamos. Gracias a un ejército formado por personas como mi padre, que era enfermero, y arriesgó su vida, sin yelmo ni espadas, hasta que el dragón se lo llevó a su cueva. O de mi madre, que cuando se iba cada mañana al súper, me abrazaba y me decía:
«Tú también eres un héroe, por quedarte en casa».
–La distancia no es un impedimento, mi vida. Es algo que existe en tu mente. Si tú quieres, puedes levantar esa barrera imaginaria con el amor de tu corazón, con la calidez de tu alma y la nitidez de tus recuerdos. ¿Sabes qué significa?
Ella corre y coge el marco. Lo abraza con todas sus fuerzas y le da un beso al cristal.
–¡Eso es, Esperanza!