Estaban ya los naranjos en flor, y el azahar nos avisaba de que a este paso, no íbamos a poder mantener ese olor único hasta la Semana Santa, que este año caía a principios de abril. Paseábamos como siempre, y en las noticias contaban algo que estaba ocurriendo en China. Sevilla había adelantado la primavera cuando, sin haber llegado a la mitad del mes de marzo, los gestos se volvieron serios. El Gobierno habló, se cerró todo y nos dijeron que estábamos en peligro por un virus terrible, y que no debíamos salir de casa.
La tristeza y ese nuevo estado, que ni los mayores conocíamos, nos paralizó. Aunque no pudo con nuestro ingenio ni con nuestro humor. La gente se daba ánimos, se empezó a apreciar lo que significaba la libertad de movimientos, la frescura y el sabor de la calle, de los parques, de los espectáculos y de la amistad.
Y cuando todo pasó, la mayoría comprendimos la importancia de estar unidos, de invertir recursos en la investigación y en la Ciencia, de valorar el Arte y la Literatura que tanto nos habían ayudado en el encierro involuntario, pero que finalmente fue gozoso por todo lo que habíamos aprendido.