Oigo sus pequeños pasos ansiosos detrás del sillón.
—¿Ya has vuelto?
—¡Me gusta el parque! —Se encarama a mis piernas, sin preocuparle que esté navegando con mi tablet.
—¿Sabes? —le digo—. Hace muchos años, una enfermedad recorrió el mundo, y tuvimos que quedarnos todos en casa durante muchas semanas sin poder salir, ni siquiera para ir al parque.
—¿En serio? —Abre mucho los ojos—. ¿Todos los niños?
—Sí, todos —Le acaricio el pelo. Miro por la ventana, volviendo a aquellos días—. Tuvimos que inventar miles de juegos y de cosas para entretenernos en casa.
—¿Sí? —Me mira fijamente—. ¿Y qué más hacíais?
—¿Sabes? Hubo una cosa mágica —le digo—. De noche salíamos a los balcones para aplaudir a los médicos y enfermeras que trabajaron incansables para curar a todos los enfermos.
—¿Y ellos os oían?
—Nos oyeron, cariño —Mis ojos se cargan de lágrimas—. ¡Claro que lo hicieron!
—¡Yo quiero aplaudirles también!
«¿Y por qué no?», pienso. Dejo mi tablet en la mesilla y le digo:
—¡Venga, hagámoslo!
Salimos al balcón, comenzamos a batir nuestras palmas.
En pocos minutos, toda la calle se llena de aplausos.