Hace muchos, muchísimos años, el ser humano dominaba el Planeta. La obsesión del hombre por el desarrollo y el progreso provocaban guerras y el odio entre los de su especie, y la naturaleza, cubierta de nubes de humo y mares de plástico, agonizaba.
La madre Tierra, harta de tanta prepotencia, envió al ser humano una tormenta de agua. Aquel que se mojaba con la lluvia enfermaba, y los más débiles fallecían. La tormenta no entendía de razas ni de credos, afectaba a todos por igual.
El ser humano se vio obligado a guarecerse en sus casas. El encierro y la amenaza común influyeron en que las personas redescubriesen el valor de las cosas verdaderamente importantes, y fomentó valores ya olvidados, como la solidaridad, la responsabilidad y la empatía.
La tormenta, que frenó el egoísmo del hombre durante semanas, tuvo un efecto regenerador en la naturaleza. El agua caída purificó los ríos y mares, e hizo renacer los bosques y las flores.
Cuando cesó la tormenta, el ser humano, ya aleccionado, admiró la verdadera belleza. Una belleza basada en el respeto a sí mismo y al resto de la naturaleza.
La madre Tierra nos ofreció una segunda oportunidad, la cual hoy en día seguimos disfrutando.